martes, noviembre 29, 2005
Vidas de cartón.
El novio de su mamá lo despierta con un codazo suave. Él se da vuelta, remolón, y le da la espalda. El codo se vuelve incisivo, y se clava en su columna. Kevin gruñe ahogadamente, deja salir un suspiro fastidioso y se incorpora, restregándose los ojos plagados de lagañas. Durmió mal. Si bien tiene 8 años, es bastante grande para su edad, y compartir la cama con sus cuatro hermanos, su mamá y el novio lo pone de mal humor. Hace demasiado calor para estar tirados todos juntos, la pieza huele agrio. Además, los mosquitos. Le zumbaron en el oído toda la noche, no pudo pegar un ojo (a pesar de las lagañas) temiendo que se le metieran adentro y le picaran los sueños.
Mira por la ventana sin vidrio, a través del plástico sucio que convenientemente se rompió hace dos días, aunque no sopla viento y la humedad se estanca en el colchón sin sábanas. El relleno es más caluroso todavía, y entre sus hendiduras las pulgas se construyeron un nido muy cómodo que no dudan en habitar. Entre sus hermanos pelean por el gran trofeo: el que tenga más ronchas gana.
Se rasca la rodilla derecha hasta sacar sangre. Encuentra una satisfacción enorme en eso. Y lo ayuda a despabilarse. Tiene la frente perlada de sudor, debajo del flequillo desprolijo y mugriento que pronto cubrirá con una gorra azul de Petrobrás que encontró tirada en los pastizales de la estación Paternal. Salta del colchón, se pone las zapatillas -antes blancas, seguramente- que comparte con Cristian, el hermano que le sigue, y sale al patio.
Colita sigue royendo el mismo hueso de ayer, y de antes de ayer. Lo palmea en la espalda, cuidándose de no tocarle el costado. Colita tiene sarna y la piel se le está cayendo a pedazos. Como si fuera una corte real, las moscas lo siguen y se posan en la herida, dejando pequeños huevos que después dejarán pequeños gusanos. Kevin ya le sacó cuatro, pasa que Colita no se deja. Parece que le duele, y que no se cura, por más agua que le tire para limpiarlo.
Anoche consiguieron sogas nuevas, así que las va a preparar antes de salir. Parece mentira, que la gente tire tantas cosas buenas. No saben aprovechar lo que tienen, diría su mamá. Mejor, diría Carlos, el novio. Es bueno, Carlos. A veces se tira pedos a la noche, y huele muy raro, pero lo deja ir arriba de la carretilla cuando vuelven de yirar, y siempre le deja el último culito del vaso de vino que se toma todas las noches en el bar de Chacarita. Y le pega muy poco, aún cuando está borracho y el aliento le sale dulce. La trata bien a mamá, le hace caricias casi todas las noches. Al principio se asustó porque pensó que la estaba lastimando, pero después le explicó que no, que esos eran besos especiales, que cuando fuera más grande le iba a enseñar cómo darlos.
Kevin no entiende por qué tiene que esperar a ser grande, si Micaela recién tiene seis y ya sabe. Carlos le enseña, cuando mamá va al comedor a buscar la leche en polvo. Tampoco entiende por qué Mica llora tanto después, si son besos, y los besos no duelen. Menos si son especiales.
El retumbar de la puerta de chapa lo saca de sus reflexiones. Es hora de trabajar. El verano es fastidioso y pesado, pero por lo menos ya es de día cuando salen. Es menos peligroso, les roban menos cartones. Pero también, hay más gente en el tren blanco, hay más chicos pichuleando bolsas, hay menos cosas para aprovechar, la comida se pudre más rápido, y todo el mundo parece tener peor humor. Al final, lo único bueno del verano es que apenas empieza, en el comedor les dan una rebanada de pan dulce y un vaso de coca; y que con la ropa que tiene le alcanza, no se tiene que abrigar con la campera verde de Mica, que se queda en casa. Además, francamente, ya le está quedando muy chica.
Mientras caminan bajo el rayo del sol, hasta la estación, Kevin sigue pensando y arrastrando los pies. Hay muchas cosas que no entiende. La gente, lo primero.
La gente pone cara de asco cuando pasan cerca de la carretilla, y eso que lo que juntan es limpio. Tendrían que pasar por casa para saber cómo huele el mal olor. A veces vienen caminando por la misma vereda, y cuando los ven, a Carlos y a él, se cruzan para enfrente. Una vez a una señora rubia casi la pisa un taxi por cruzar sin mirar, sin mirarlos a ellos. Lo más gracioso es cuando pasan con la vista fija. Caminan rápido y a veces pisan caca, o se tropiezan, todo por apurados. Todo por hacer de cuenta que Kevin no existe. Estaría bueno ser invisible de verdad.
La gente aprieta las carteras y los maletines cuando va por la calle y no puede cruzar enfrente. Como si fueran a robarles. Ellos trabajan en serio; desde siempre, en casa el plan fue trabajar. Es un chico honrado, no va a hacer como Matías, que en vez de poner voluntad y salir como él, sale para Constitución y empuja a los pasajeros al borde de la estación, a la línea amarilla, para asustarlos y robarles la billetera, o el celular. Siempre la misma discusión: eso no es de buena persona, acusa Kevin. No, es de necesidad, le replica Matías. Siempre terminan jugando con el telefonito, haciendo las pases, escondidos para que el gendarme que vigila no los vea y les obligue a entregar el celular.
La gente desaprueba, pone la misma cara que mamá cuando ve que Kevin se rasca mucho las piernas, o cuando la sopa tiene mucha agua y poco arroz, o cuando Cristian se hace pis en la cama y llora. Y sí, Cristian ya está grande como para seguir mojándose de noche. Más porque siempre lo termina mojando a él también. Pero mamá no lo reta mucho. Claro, le tiene lástima porque le falta la pierna. Pero si le falta es por culpa de él, por jugar en el potrero ese, al costado de la Estación Chacarita, por tirar la pelota a las vías. Siempre fue un patadura. Y ahora ni eso. Ahora lo único que puede hacer es patear de chilena y tampoco le sale.
En cambio, Kevin es un jugadorazo. Juega todos los días, a la nochecita, después de entregar lo que juntaron en la jornada. Doña Elisa le va regalando trapos, que reemplazan los que despedaza cuando hace mucho jueguito y la pelota se empieza a desarmar. Cuando sea grande quiere ser como su papá, aunque nunca lo conoció. Su mamá jura que "jugaba como Maradona, en Almagro era la estrella, casi los saca campeones". Pasa que es difícil jugar con los pies desnudos, y mamá no lo deja usar las zapatillas porque dice que se arruinan, y que las necesita para trabajar.
Igual a veces hace lo que su mamá le prohíbe. Como comprar una bolsita del más barato, cuando puede, y tirarse panza arriba en el borde de la acequia, mirando el cielo que va cambiando de rosa a negro, y se llena de estrellitas. Mientras aspira con fuerza, se va relajando, se siente flotar. Y cuando ya no siente el pasto, cierra los ojos y se olvida.
Del estómago que le gruñe, de las ampollas en los pies, de las piernas picadas.
De Cristian, de Mica, de Carlos, de su mamá.
De su vida de cartón.
Tonight's song: Little girl blue - Janis Joplin. Best served with: la cosa no se termina cuando por fin la pasaste de largo, eh.
Mira por la ventana sin vidrio, a través del plástico sucio que convenientemente se rompió hace dos días, aunque no sopla viento y la humedad se estanca en el colchón sin sábanas. El relleno es más caluroso todavía, y entre sus hendiduras las pulgas se construyeron un nido muy cómodo que no dudan en habitar. Entre sus hermanos pelean por el gran trofeo: el que tenga más ronchas gana.
Se rasca la rodilla derecha hasta sacar sangre. Encuentra una satisfacción enorme en eso. Y lo ayuda a despabilarse. Tiene la frente perlada de sudor, debajo del flequillo desprolijo y mugriento que pronto cubrirá con una gorra azul de Petrobrás que encontró tirada en los pastizales de la estación Paternal. Salta del colchón, se pone las zapatillas -antes blancas, seguramente- que comparte con Cristian, el hermano que le sigue, y sale al patio.
Colita sigue royendo el mismo hueso de ayer, y de antes de ayer. Lo palmea en la espalda, cuidándose de no tocarle el costado. Colita tiene sarna y la piel se le está cayendo a pedazos. Como si fuera una corte real, las moscas lo siguen y se posan en la herida, dejando pequeños huevos que después dejarán pequeños gusanos. Kevin ya le sacó cuatro, pasa que Colita no se deja. Parece que le duele, y que no se cura, por más agua que le tire para limpiarlo.
Anoche consiguieron sogas nuevas, así que las va a preparar antes de salir. Parece mentira, que la gente tire tantas cosas buenas. No saben aprovechar lo que tienen, diría su mamá. Mejor, diría Carlos, el novio. Es bueno, Carlos. A veces se tira pedos a la noche, y huele muy raro, pero lo deja ir arriba de la carretilla cuando vuelven de yirar, y siempre le deja el último culito del vaso de vino que se toma todas las noches en el bar de Chacarita. Y le pega muy poco, aún cuando está borracho y el aliento le sale dulce. La trata bien a mamá, le hace caricias casi todas las noches. Al principio se asustó porque pensó que la estaba lastimando, pero después le explicó que no, que esos eran besos especiales, que cuando fuera más grande le iba a enseñar cómo darlos.
Kevin no entiende por qué tiene que esperar a ser grande, si Micaela recién tiene seis y ya sabe. Carlos le enseña, cuando mamá va al comedor a buscar la leche en polvo. Tampoco entiende por qué Mica llora tanto después, si son besos, y los besos no duelen. Menos si son especiales.
El retumbar de la puerta de chapa lo saca de sus reflexiones. Es hora de trabajar. El verano es fastidioso y pesado, pero por lo menos ya es de día cuando salen. Es menos peligroso, les roban menos cartones. Pero también, hay más gente en el tren blanco, hay más chicos pichuleando bolsas, hay menos cosas para aprovechar, la comida se pudre más rápido, y todo el mundo parece tener peor humor. Al final, lo único bueno del verano es que apenas empieza, en el comedor les dan una rebanada de pan dulce y un vaso de coca; y que con la ropa que tiene le alcanza, no se tiene que abrigar con la campera verde de Mica, que se queda en casa. Además, francamente, ya le está quedando muy chica.
Mientras caminan bajo el rayo del sol, hasta la estación, Kevin sigue pensando y arrastrando los pies. Hay muchas cosas que no entiende. La gente, lo primero.
La gente pone cara de asco cuando pasan cerca de la carretilla, y eso que lo que juntan es limpio. Tendrían que pasar por casa para saber cómo huele el mal olor. A veces vienen caminando por la misma vereda, y cuando los ven, a Carlos y a él, se cruzan para enfrente. Una vez a una señora rubia casi la pisa un taxi por cruzar sin mirar, sin mirarlos a ellos. Lo más gracioso es cuando pasan con la vista fija. Caminan rápido y a veces pisan caca, o se tropiezan, todo por apurados. Todo por hacer de cuenta que Kevin no existe. Estaría bueno ser invisible de verdad.
La gente aprieta las carteras y los maletines cuando va por la calle y no puede cruzar enfrente. Como si fueran a robarles. Ellos trabajan en serio; desde siempre, en casa el plan fue trabajar. Es un chico honrado, no va a hacer como Matías, que en vez de poner voluntad y salir como él, sale para Constitución y empuja a los pasajeros al borde de la estación, a la línea amarilla, para asustarlos y robarles la billetera, o el celular. Siempre la misma discusión: eso no es de buena persona, acusa Kevin. No, es de necesidad, le replica Matías. Siempre terminan jugando con el telefonito, haciendo las pases, escondidos para que el gendarme que vigila no los vea y les obligue a entregar el celular.
La gente desaprueba, pone la misma cara que mamá cuando ve que Kevin se rasca mucho las piernas, o cuando la sopa tiene mucha agua y poco arroz, o cuando Cristian se hace pis en la cama y llora. Y sí, Cristian ya está grande como para seguir mojándose de noche. Más porque siempre lo termina mojando a él también. Pero mamá no lo reta mucho. Claro, le tiene lástima porque le falta la pierna. Pero si le falta es por culpa de él, por jugar en el potrero ese, al costado de la Estación Chacarita, por tirar la pelota a las vías. Siempre fue un patadura. Y ahora ni eso. Ahora lo único que puede hacer es patear de chilena y tampoco le sale.
En cambio, Kevin es un jugadorazo. Juega todos los días, a la nochecita, después de entregar lo que juntaron en la jornada. Doña Elisa le va regalando trapos, que reemplazan los que despedaza cuando hace mucho jueguito y la pelota se empieza a desarmar. Cuando sea grande quiere ser como su papá, aunque nunca lo conoció. Su mamá jura que "jugaba como Maradona, en Almagro era la estrella, casi los saca campeones". Pasa que es difícil jugar con los pies desnudos, y mamá no lo deja usar las zapatillas porque dice que se arruinan, y que las necesita para trabajar.
Igual a veces hace lo que su mamá le prohíbe. Como comprar una bolsita del más barato, cuando puede, y tirarse panza arriba en el borde de la acequia, mirando el cielo que va cambiando de rosa a negro, y se llena de estrellitas. Mientras aspira con fuerza, se va relajando, se siente flotar. Y cuando ya no siente el pasto, cierra los ojos y se olvida.
Del estómago que le gruñe, de las ampollas en los pies, de las piernas picadas.
De Cristian, de Mica, de Carlos, de su mamá.
De su vida de cartón.
Tonight's song: Little girl blue - Janis Joplin. Best served with: la cosa no se termina cuando por fin la pasaste de largo, eh.