lunes, septiembre 19, 2005
I dream of Incubus.
Como generalmente sucede en los sueños, la vida transcurría en una nebulosa atemporal y húmeda, aunque dentro del caserón las luces estuvieran siempre prendidas, y las cortinas siempre cerradas.
Eran cinco personas, cinco integrantes de la obra más bizarra. Y el sexto era el íncubo.
Nadie sabía de dónde había salido, quién lo había creado, dónde había aparecido por primera vez. Lo único que se sabía (y se sabía con certeza inamovible, se sabía sintiéndolo en las entrañas, como generalmente sucede en los sueños) era que tenía el poder de jugar con los átomos a su placer, a su reverenda gana. Así, si decidía
crecer cuatro veces su tamaño, o desaparecer muebles, o abrirte en canal el estómago, por puro capricho, podía hacerlo.
No medía más de veinte centímetros, y no era una cosa viva: por trillado que parezca, asemejaba una copia barata de Chucky, el muñeco maldito. Tenía esa cara de porcelana de muñeca antigua que más que ternura despierta escalofríos, los ojos rojos, la boca carmesí, las pestañas negras y cabello pintado sobre plástico. Y una perpetua mueca sádica, enferma, andrógina, maligna.
Los integrantes no dormían. No descansaban jamás. Vivían con el cuerpo tenso, sufriendo a cada instante ese sentimiento de "alma a los pies", de ese vacío en la panza cuando sabés que el dolor es inexorable, que por más fuerza que hagas lo vas a tener incrustado en el duodeno.
Porque el íncubo, tan poderoso como era, actuaba como un niño. ¿Quería bailar? Tenías que bailar con él, agachándote para estar a su altura y rezando por que no te escupiera ácido y tu cara se convirtiera en una máscara atormentada de carne amorfa, o decidiera arrancarte la nariz de un mordisco de sus dientes de hierro. ¿Quería jugar? Pues a poner la mente en blanco y aguantar su juego favorito: resistir el grito mientras clavaba sus uñas aceradas en tus palmas, haciéndote sangrar y mirándote fijo. Y no podías pensar en ninguna manera de escapar, porque el maldito leía tu mente. No podías elucubrar echarlo en el fuego de la cocina siempre prendida, no podías tratar de desmembrarlo a machetazos, simplemente porque antes
de pensarlo, él ya lo sabía. Y si se enteraba…
Si se enteraba nada lo detenía, podía arrancarte los ojos, cortarte las manos, convertir tu espalda en una pústula supurante y gangrenosa, que dejaba ver tu médula. Y después de haberte hecho sufrir todos los terrores del mundo, podía volverte a tu estado original para empezar de nuevo, todo otra vez, como los pasos de un baile.
La continua (in)seguridad de que se escondía en cualquier parte, detrás de una maceta en el jardín de invierno, debajo de la mesa de la cocina, sobre la araña del comedor (Paso 1), la constante sorpresa amarga de verlo aparecer, corriendo a velocidad increíble, saltando de aquí para allá, un claroscuro fatuo bajo la luz diluida de las lamparitas de 25 watts (Paso 2).
La desesperación de rezar en silencio porque nunca apareciera (Paso 3). La inexorabilidad de verlo surgir sobre el mantel bordado, estirando sus manitos rosadas de garras afiladas como un niño que pide teta, pero que en realidad reclama tu cuerpo cansado de las torturas para divertirse una vez más (Paso 4).
El deseo oscuro de que se encaprichara con otro integrante de tu familia, de que se las agarrara con tu hermanito y lo despellejara vivo a él, así podrías descansar un rato (Paso 5). El dolor instantáneo de ver a tus seres amados sufriendo horrores indecibles, la imposibilidad de ayudarlos, porque entrometerse significaba atraer la atención del íncubo sobre uno mismo, y traer con ello todo el tormento (Paso 6).
Y lo peor de todo, como generalmente sucede en los sueños, era no poder despertarse.
Tonight's song: Just a phase - Incubus. Best served with: dreams that become pseudo-stories.
Eran cinco personas, cinco integrantes de la obra más bizarra. Y el sexto era el íncubo.
Nadie sabía de dónde había salido, quién lo había creado, dónde había aparecido por primera vez. Lo único que se sabía (y se sabía con certeza inamovible, se sabía sintiéndolo en las entrañas, como generalmente sucede en los sueños) era que tenía el poder de jugar con los átomos a su placer, a su reverenda gana. Así, si decidía
crecer cuatro veces su tamaño, o desaparecer muebles, o abrirte en canal el estómago, por puro capricho, podía hacerlo.
No medía más de veinte centímetros, y no era una cosa viva: por trillado que parezca, asemejaba una copia barata de Chucky, el muñeco maldito. Tenía esa cara de porcelana de muñeca antigua que más que ternura despierta escalofríos, los ojos rojos, la boca carmesí, las pestañas negras y cabello pintado sobre plástico. Y una perpetua mueca sádica, enferma, andrógina, maligna.
Los integrantes no dormían. No descansaban jamás. Vivían con el cuerpo tenso, sufriendo a cada instante ese sentimiento de "alma a los pies", de ese vacío en la panza cuando sabés que el dolor es inexorable, que por más fuerza que hagas lo vas a tener incrustado en el duodeno.
Porque el íncubo, tan poderoso como era, actuaba como un niño. ¿Quería bailar? Tenías que bailar con él, agachándote para estar a su altura y rezando por que no te escupiera ácido y tu cara se convirtiera en una máscara atormentada de carne amorfa, o decidiera arrancarte la nariz de un mordisco de sus dientes de hierro. ¿Quería jugar? Pues a poner la mente en blanco y aguantar su juego favorito: resistir el grito mientras clavaba sus uñas aceradas en tus palmas, haciéndote sangrar y mirándote fijo. Y no podías pensar en ninguna manera de escapar, porque el maldito leía tu mente. No podías elucubrar echarlo en el fuego de la cocina siempre prendida, no podías tratar de desmembrarlo a machetazos, simplemente porque antes
de pensarlo, él ya lo sabía. Y si se enteraba…
Si se enteraba nada lo detenía, podía arrancarte los ojos, cortarte las manos, convertir tu espalda en una pústula supurante y gangrenosa, que dejaba ver tu médula. Y después de haberte hecho sufrir todos los terrores del mundo, podía volverte a tu estado original para empezar de nuevo, todo otra vez, como los pasos de un baile.
La continua (in)seguridad de que se escondía en cualquier parte, detrás de una maceta en el jardín de invierno, debajo de la mesa de la cocina, sobre la araña del comedor (Paso 1), la constante sorpresa amarga de verlo aparecer, corriendo a velocidad increíble, saltando de aquí para allá, un claroscuro fatuo bajo la luz diluida de las lamparitas de 25 watts (Paso 2).
La desesperación de rezar en silencio porque nunca apareciera (Paso 3). La inexorabilidad de verlo surgir sobre el mantel bordado, estirando sus manitos rosadas de garras afiladas como un niño que pide teta, pero que en realidad reclama tu cuerpo cansado de las torturas para divertirse una vez más (Paso 4).
El deseo oscuro de que se encaprichara con otro integrante de tu familia, de que se las agarrara con tu hermanito y lo despellejara vivo a él, así podrías descansar un rato (Paso 5). El dolor instantáneo de ver a tus seres amados sufriendo horrores indecibles, la imposibilidad de ayudarlos, porque entrometerse significaba atraer la atención del íncubo sobre uno mismo, y traer con ello todo el tormento (Paso 6).
Y lo peor de todo, como generalmente sucede en los sueños, era no poder despertarse.
Tonight's song: Just a phase - Incubus. Best served with: dreams that become pseudo-stories.