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miércoles, mayo 18, 2005

El olor del dolor. 

El olor a desinfectante siempre había tenido un color celeste lavado, y un sonido algodonoso, atenuado, de pasos y pequeñas ruedas chirriantes, como de carrito de supermercado sobre una superficie de linóleo gastado.
El olor se personificaba en un rodete tirante, con algunas motas de caspa y tres o cuatro hebras plateadas; con una frente que empezaba demasiado tarde, con pequeños cabellos recién nacidos que se negaban a seguir la corriente.
El olor se hacía carne en un lacerante latido del brazo derecho, escarbado hasta el cansancio y hasta el hartazgo inmovilizado, en la temblorosa espera de un aséptico aguijón.
Según ella, fue el olor a desinfectante, y no otra cosa, lo que hizo que su otrora ondulada y salvaje cabellera mermara instantáneamente, como si al levantarse de la cama se hubiera dejado la peluca olvidada en la almohada.
Fue el culpable de su repentina liviandad de pajarito de huecos huesos, de su estómago caprichoso que, acostumbrado a que el brazo recibiera el alimento, se declaraba en huelga. El olor que, en una ráfaga, rozó su cara y la volvió dura, inflamada, babeante, incontrolable. Que, al meterse por sus ojos, le colocó las orejeras invisibles más sólidas.

Lo último que pensó antes de dormirse fue un pedido al dios del sueño: que jamás la dejara despertar, porque ya no soportaba el olor.

Tonight's song: Bones - Radiohead. Best served with: no more pain.

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