miércoles, julio 28, 2004
Cuentito pretencioso
Abre la puerta, se traba a la mitad. La empuja, escucha cómo se corren las cajas de embalaje y se raspan contra el piso cubierto de polvo. La colilla del cigarrillo amenaza peligrosamente con deshacerse en su boca, pero no le importa. Una mancha más a la madera desteñida no va a generar mayor diferencia. Cae la ceniza, liviana y grácil, y se apoya con un sonido apelmazado frente a sus botas embarradas.
Refunfuña silenciosamente, se sacude las gotas de chaparrón caprichoso de la frente y se quita el gamulán que consiguió de un vagabundo en el mercado de Dorrego. Una verdadera ganga, el tipo lo usó dos veces antes de irse a Malvinas. Cuando se lo quiso poner de vuelta, le sobraba una manga.
Enciende la luz de tubo del living/comedor/cocina/baño y prende la computadora, que apunta estratégicamente a la mesa con la máquina de escribir, como si se luciera altanera y se sintiera más útil. Claro, la pantalla colorida se ufana de su resplandor, pero no sabe que la vieja Olivetti guarda en sus cintas rojas y negras más historias que cualquier disco rígido.
Abre la llave del gas, da vuelta la perilla de la hornalla y tantea con manos temblorosas los bolsillos, buscando su encendedor violeta. Lo dejó olvidado en el bar, en el éxtasis del jazz más exquisito. Bah, debe haber algún fósforo por ahí. Busca entre las pilas de borradores que yacen sobre la mesa ratona, cubiertos de la misma pátina grisácea del piso, y encuentra un cd de Roberta. Sonríe quedamente y lo pone en el reproductor. Los primeros acordes llenan la pequeña habitación más armoniosamente que el gas, que sigue corriendo libre entre los objetos.
La musiquita indefinida del Windows le avisa que la computadora ya está lista para recibir sus escupidas. Se sienta con ansiedad, necesita exorcizar la velada. Sus dedos empiezan a recorrer el teclado, gráciles y rápidos como el hipo de una bailarina. Vuelca todo, lo vomita indistintamente. El clima de la noche, las luces de neón barato del bar, la nube de humo que circunda las mesas, su cabeza erguida y atenta resaltando por sobre la de los demás borrachos llorones, el escenario desvaído y el piano desvencijado, al borde de comenzar a gemir desafinado. El cenicero rebosante, su paquete de cigarrillos suaves y su continuo pedido de fuego a la moza. Su llegada por detrás, su jueguito de taparle los ojos y dejarse acariciar para ser adivinada, su cara recorrida por manos que la conocen de memoria. Sentarse frente a frente y cubrirse de una burbuja transparente que atenúa la música, que pone al mundo en pausa. Y mirarse a los ojos, y saberse y reconocerse en los del otro. Más íntimos que en el sexo, más seguros que en el vientre materno, más felices que en cualquier foto de vacaciones.
Profunda necesidad de un cigarrillo. Se levanta y deja el cursor titilando, expectante. Vamos, vamos, dónde quedó el encendedor dorado y rebuscado que le legó su abuela con tanto cariño. Ah, ahí está. Dios, después de esa noche perfecta, de ese broche de oro, podría morir tranquila.
Con un movimiento rápido y conciso, con un simple chasquido, enciende el cigarrillo.
Hoy llueven novelas en Buenos Aires.
Tonight's song: The first time ever I saw your face - Roberta Flack. Best served with: hay que ahorrar gas, gente.
Refunfuña silenciosamente, se sacude las gotas de chaparrón caprichoso de la frente y se quita el gamulán que consiguió de un vagabundo en el mercado de Dorrego. Una verdadera ganga, el tipo lo usó dos veces antes de irse a Malvinas. Cuando se lo quiso poner de vuelta, le sobraba una manga.
Enciende la luz de tubo del living/comedor/cocina/baño y prende la computadora, que apunta estratégicamente a la mesa con la máquina de escribir, como si se luciera altanera y se sintiera más útil. Claro, la pantalla colorida se ufana de su resplandor, pero no sabe que la vieja Olivetti guarda en sus cintas rojas y negras más historias que cualquier disco rígido.
Abre la llave del gas, da vuelta la perilla de la hornalla y tantea con manos temblorosas los bolsillos, buscando su encendedor violeta. Lo dejó olvidado en el bar, en el éxtasis del jazz más exquisito. Bah, debe haber algún fósforo por ahí. Busca entre las pilas de borradores que yacen sobre la mesa ratona, cubiertos de la misma pátina grisácea del piso, y encuentra un cd de Roberta. Sonríe quedamente y lo pone en el reproductor. Los primeros acordes llenan la pequeña habitación más armoniosamente que el gas, que sigue corriendo libre entre los objetos.
La musiquita indefinida del Windows le avisa que la computadora ya está lista para recibir sus escupidas. Se sienta con ansiedad, necesita exorcizar la velada. Sus dedos empiezan a recorrer el teclado, gráciles y rápidos como el hipo de una bailarina. Vuelca todo, lo vomita indistintamente. El clima de la noche, las luces de neón barato del bar, la nube de humo que circunda las mesas, su cabeza erguida y atenta resaltando por sobre la de los demás borrachos llorones, el escenario desvaído y el piano desvencijado, al borde de comenzar a gemir desafinado. El cenicero rebosante, su paquete de cigarrillos suaves y su continuo pedido de fuego a la moza. Su llegada por detrás, su jueguito de taparle los ojos y dejarse acariciar para ser adivinada, su cara recorrida por manos que la conocen de memoria. Sentarse frente a frente y cubrirse de una burbuja transparente que atenúa la música, que pone al mundo en pausa. Y mirarse a los ojos, y saberse y reconocerse en los del otro. Más íntimos que en el sexo, más seguros que en el vientre materno, más felices que en cualquier foto de vacaciones.
Profunda necesidad de un cigarrillo. Se levanta y deja el cursor titilando, expectante. Vamos, vamos, dónde quedó el encendedor dorado y rebuscado que le legó su abuela con tanto cariño. Ah, ahí está. Dios, después de esa noche perfecta, de ese broche de oro, podría morir tranquila.
Con un movimiento rápido y conciso, con un simple chasquido, enciende el cigarrillo.
Hoy llueven novelas en Buenos Aires.
Tonight's song: The first time ever I saw your face - Roberta Flack. Best served with: hay que ahorrar gas, gente.