lunes, abril 05, 2004
No sé qué es esto.
Llegó temprano, como era su costumbre. Arregladita, pollera por debajo de las rodillas (que no se vieran los antiestéticos moretones que su torpeza pintaba día por medio) y remera negra, porque siempre tenía que vestir algún elemento de luto.
La cara apuntando al piso, besando en la mejilla a gente que no conocía, repitiendo su propio nombre bajito, con la secreta certeza de que nadie lo recordaría minutos más tarde. Fuego en las mejillas, nunca fue buena para darse con la gente. Levantó la vista por breves instantes, los suficientes como para encontrar un lugar alejado donde pudiera acurrucarse y observar a los invitados. El sillón esquinero vacío se le antojó una opción más que conveniente, así que arremetió directo a él, dispuesta a hundirse entre los almohadones y pasar desapercibida.
El anfitrión la interceptó a medio camino, medio eufórico, medio bebido, medio ausente. Preguntas de rigor, pasatistas y sin respuestas interesantes se sucedieron como un ritual aprendido por todos desde la más tierna infancia. “¿La facultad? ¿El laburo? ¿La familia? ¿Los novios?”. A todas ellas les correspondía una sonrisa a medias y hombros levantados sin ganas. ¿Realmente le importaba? Ella no lo creía así, entonces retrocedía casi imperceptiblemente a cada pequeño interrogatorio, cada vez más cerca de su refugio.
Un llamado femenino y alcoholizado desde la cocina hizo que el anfitrión desviara su atención lo suficiente como para que ella se acomodara en su mirador por definición. Acercó un cenicero de la mesa ratona y prendió un cigarrillo. Mientras aspiraba las primeras bocanadas, reflexionaba sobre la contradicción que suponía ser tímida y a la vez exponerse tanto en esos tipos de reuniones sociales que nada tenían que ver con ella. Every time we say goodbye empezó a resonar en el fondo de su cabeza, como cada vez que tenía tiempo para dejar vagar su mente.
Y ahí estaba él, estoico y presente. Él y sus cartas, sus novelas, su pragmatismo, su simpleza. Sus ojos miel y su pelo siempre rebelde, su espalda protectora y sus manos grandes y suaves. Se maldijo por seguir pensándolo. ¿Desde cuándo era tan caprichosa su mente?
El timbre la arrancó de su abstracción violentamente. Tenía la puerta de entrada a escasos metros, pero no podía ver quién había entrado. Mientras daba la última pitada, escuchó una voz grave, ronca y acariciante que decía “¿Cómo andás?” alegremente, con despreocupación y sin rastros de alcohol aún. El escalofrío comenzó en la base de su coxis y se extendió con chisporroteos por toda su columna, hasta llegar a su nuca.
¿Qué hacía ahí? ¿Quién lo invitó? ¿Para qué había ido? Se apresuró a encender otro cigarrillo y a cubrirse la cara con una revista de diseño que reposaba sobre la mesa de diseño de esa casa de diseño. No, no le interesaban las nuevas tendencias en espacios acuáticos dentro de las casas, pero lo leyó como si en ello le fuera la vida, rogando que no se acercara, que no la viera, que no reconociera sus piernas ahora cruzadas con nerviosismo creciente.
“¿Hola, no?”. Dos palabras. Un segundo de esa voz y ella ya se había derretido detrás de las páginas que se le aparecieron borrosas y sin sentido. Bajó la revista y clavó la mirada en un par de ojos que la observaban expectante. “Hola”, contestó, sin atinar a levantarse y regalarle el consabido beso en la mejilla que más que beso es un encuentro de pieles.
Él se agachó y le plantó los labios en la comisura, justo al lado de su lunar. Cómo le gustaba ese lunar. Hasta le había perdonado el Ese lunar que tienes/cielito lindo/sobre tu boca la primera vez que se vieron. Pero, ¿y ahora por qué tanto cariño? ¿No habían quedado como amigos?
Acto seguido, él se sentó a su lado, trago en mano y el brazo rodeándole los hombros. Ella dejó la revista en la mesa, atinó a tirar la larga ceniza que se había creado en su cigarrillo durante ese largo momento de estupor; y concentró su vista en la arista de una vela blanca que tenía enfrente.
“¿Cómo estás?” le preguntó. Parecía que le interesaba, o al menos ella creía eso. “Bien, ¿vos?”, otra vez la respuesta obligada. “¿Me extrañaste?”. Dios, cómo le gustaba jugar con su mente. “No, ¿debería haberlo hecho?” Buen momento para hacerse la sarcástica, si se le notaba a la legua que por dentro se estaba deshaciendo. “Cómo te gusta hacerte la dura, eh”. “Yo no me hago nada. Soy lo que soy, no tengo que dar excusas por ello” Ensayó un chiste tonto que la hiciera escapar de ese momento incómodo, pero esa miel penetrante la observaba a escasos cinco centímetros de su rostro, encerrándola.
Timbre. Saved by the bell. Se levantó bruscamente, se acomodó la pollera y fue a vaciar el cenicero a la cocina, temblando como la primera vez que habían hablado. Recordó que había dejado sus cigarrillos sobre la mesa, se maldijo por dentro otra vez y volvió a recogerlos. Él la tomó de la muñeca y le dijo “Bailemos”. Todo un Clark Gable. “No hay música”, le respondió. “Estamos escuchando a John, ¿o no?” ¿Cómo sabía? Decididamente se había dado cuenta de que vivía en su cabeza y hacía buen uso de dicho ambiente.
La rodeó con sus brazos y acercó su boca plena y suave a la oreja derecha, la que más le gustaba. Empezó a tararear every time we say goodbye…I die a little… exquisitamente, con voz grave y sentida. Ella sentía su respiración en el cuello, mientras sus latidos aumentaban sin control. “98 pulsaciones”. “Basta con eso, no sabés contarlas, dejá de mentir”. “Vamos a otro lado”. “No, yo me quedo acá. Es más, me voy a sentar y vos podés ir a hacer sociales con los chicos. Están allá, en la pileta”. Él se apartó bruscamente, la miró fijo:“¿Por qué me echás? ¿No te das cuenta de que quiero estar con vos?”. Ella desvió la mirada hacia la derecha: “No tenés nada que hacer acá. Si somos amigos, entonces hagamos cosas de amigos”. Con una sonrisa entre sarcástica e indiferente, le contestó “Sabés que no quiero ser tu amigo. Pero no me dejás otra salida. No querés que te invite a nada, no me dejás más que jugar a las muñecas con vos”.
No era jugar a las muñecas. Era ser manipulada como una de ellas, era caerse rendida a sus pies, una marioneta de hilos gastados y con la única voluntad que ese individuo decidía insuflarle cuando le dirigía la palabra.
“No juegues a nada. Dejame en paz”, musitó, los ojos fijos en el piso de madera. Por fin un atisbo de decisión, que sabía le costaría noches de insomnio, de releer sus cartas, de repasar sus labios en esa foto grupal que de nada servía. “¿Te das cuenta de que matás todo lo que vuela, o se arrastra, no?”. “Prefiero hacer eso a arrepentirme después”. “Equivocate alguna vez”. “Va en contra de mis principios. Soltame, por favor”. Abrió sus brazos lentamente, acarició sus hombros satinados y respiró con resignación sobre su rostro, invadiéndola de un halo cálido y dulce. Le iba a costar mucho despegarse de él esta vez. Sabía que era para siempre, pero a ella no le gustaba equivocarse.
Tonight's song: Just friends - John Coltrane & Cecil Tayor. Best served with: dejar vagar las yemas de los dedos por el teclado borroneado.
La cara apuntando al piso, besando en la mejilla a gente que no conocía, repitiendo su propio nombre bajito, con la secreta certeza de que nadie lo recordaría minutos más tarde. Fuego en las mejillas, nunca fue buena para darse con la gente. Levantó la vista por breves instantes, los suficientes como para encontrar un lugar alejado donde pudiera acurrucarse y observar a los invitados. El sillón esquinero vacío se le antojó una opción más que conveniente, así que arremetió directo a él, dispuesta a hundirse entre los almohadones y pasar desapercibida.
El anfitrión la interceptó a medio camino, medio eufórico, medio bebido, medio ausente. Preguntas de rigor, pasatistas y sin respuestas interesantes se sucedieron como un ritual aprendido por todos desde la más tierna infancia. “¿La facultad? ¿El laburo? ¿La familia? ¿Los novios?”. A todas ellas les correspondía una sonrisa a medias y hombros levantados sin ganas. ¿Realmente le importaba? Ella no lo creía así, entonces retrocedía casi imperceptiblemente a cada pequeño interrogatorio, cada vez más cerca de su refugio.
Un llamado femenino y alcoholizado desde la cocina hizo que el anfitrión desviara su atención lo suficiente como para que ella se acomodara en su mirador por definición. Acercó un cenicero de la mesa ratona y prendió un cigarrillo. Mientras aspiraba las primeras bocanadas, reflexionaba sobre la contradicción que suponía ser tímida y a la vez exponerse tanto en esos tipos de reuniones sociales que nada tenían que ver con ella. Every time we say goodbye empezó a resonar en el fondo de su cabeza, como cada vez que tenía tiempo para dejar vagar su mente.
Y ahí estaba él, estoico y presente. Él y sus cartas, sus novelas, su pragmatismo, su simpleza. Sus ojos miel y su pelo siempre rebelde, su espalda protectora y sus manos grandes y suaves. Se maldijo por seguir pensándolo. ¿Desde cuándo era tan caprichosa su mente?
El timbre la arrancó de su abstracción violentamente. Tenía la puerta de entrada a escasos metros, pero no podía ver quién había entrado. Mientras daba la última pitada, escuchó una voz grave, ronca y acariciante que decía “¿Cómo andás?” alegremente, con despreocupación y sin rastros de alcohol aún. El escalofrío comenzó en la base de su coxis y se extendió con chisporroteos por toda su columna, hasta llegar a su nuca.
¿Qué hacía ahí? ¿Quién lo invitó? ¿Para qué había ido? Se apresuró a encender otro cigarrillo y a cubrirse la cara con una revista de diseño que reposaba sobre la mesa de diseño de esa casa de diseño. No, no le interesaban las nuevas tendencias en espacios acuáticos dentro de las casas, pero lo leyó como si en ello le fuera la vida, rogando que no se acercara, que no la viera, que no reconociera sus piernas ahora cruzadas con nerviosismo creciente.
“¿Hola, no?”. Dos palabras. Un segundo de esa voz y ella ya se había derretido detrás de las páginas que se le aparecieron borrosas y sin sentido. Bajó la revista y clavó la mirada en un par de ojos que la observaban expectante. “Hola”, contestó, sin atinar a levantarse y regalarle el consabido beso en la mejilla que más que beso es un encuentro de pieles.
Él se agachó y le plantó los labios en la comisura, justo al lado de su lunar. Cómo le gustaba ese lunar. Hasta le había perdonado el Ese lunar que tienes/cielito lindo/sobre tu boca la primera vez que se vieron. Pero, ¿y ahora por qué tanto cariño? ¿No habían quedado como amigos?
Acto seguido, él se sentó a su lado, trago en mano y el brazo rodeándole los hombros. Ella dejó la revista en la mesa, atinó a tirar la larga ceniza que se había creado en su cigarrillo durante ese largo momento de estupor; y concentró su vista en la arista de una vela blanca que tenía enfrente.
“¿Cómo estás?” le preguntó. Parecía que le interesaba, o al menos ella creía eso. “Bien, ¿vos?”, otra vez la respuesta obligada. “¿Me extrañaste?”. Dios, cómo le gustaba jugar con su mente. “No, ¿debería haberlo hecho?” Buen momento para hacerse la sarcástica, si se le notaba a la legua que por dentro se estaba deshaciendo. “Cómo te gusta hacerte la dura, eh”. “Yo no me hago nada. Soy lo que soy, no tengo que dar excusas por ello” Ensayó un chiste tonto que la hiciera escapar de ese momento incómodo, pero esa miel penetrante la observaba a escasos cinco centímetros de su rostro, encerrándola.
Timbre. Saved by the bell. Se levantó bruscamente, se acomodó la pollera y fue a vaciar el cenicero a la cocina, temblando como la primera vez que habían hablado. Recordó que había dejado sus cigarrillos sobre la mesa, se maldijo por dentro otra vez y volvió a recogerlos. Él la tomó de la muñeca y le dijo “Bailemos”. Todo un Clark Gable. “No hay música”, le respondió. “Estamos escuchando a John, ¿o no?” ¿Cómo sabía? Decididamente se había dado cuenta de que vivía en su cabeza y hacía buen uso de dicho ambiente.
La rodeó con sus brazos y acercó su boca plena y suave a la oreja derecha, la que más le gustaba. Empezó a tararear every time we say goodbye…I die a little… exquisitamente, con voz grave y sentida. Ella sentía su respiración en el cuello, mientras sus latidos aumentaban sin control. “98 pulsaciones”. “Basta con eso, no sabés contarlas, dejá de mentir”. “Vamos a otro lado”. “No, yo me quedo acá. Es más, me voy a sentar y vos podés ir a hacer sociales con los chicos. Están allá, en la pileta”. Él se apartó bruscamente, la miró fijo:“¿Por qué me echás? ¿No te das cuenta de que quiero estar con vos?”. Ella desvió la mirada hacia la derecha: “No tenés nada que hacer acá. Si somos amigos, entonces hagamos cosas de amigos”. Con una sonrisa entre sarcástica e indiferente, le contestó “Sabés que no quiero ser tu amigo. Pero no me dejás otra salida. No querés que te invite a nada, no me dejás más que jugar a las muñecas con vos”.
No era jugar a las muñecas. Era ser manipulada como una de ellas, era caerse rendida a sus pies, una marioneta de hilos gastados y con la única voluntad que ese individuo decidía insuflarle cuando le dirigía la palabra.
“No juegues a nada. Dejame en paz”, musitó, los ojos fijos en el piso de madera. Por fin un atisbo de decisión, que sabía le costaría noches de insomnio, de releer sus cartas, de repasar sus labios en esa foto grupal que de nada servía. “¿Te das cuenta de que matás todo lo que vuela, o se arrastra, no?”. “Prefiero hacer eso a arrepentirme después”. “Equivocate alguna vez”. “Va en contra de mis principios. Soltame, por favor”. Abrió sus brazos lentamente, acarició sus hombros satinados y respiró con resignación sobre su rostro, invadiéndola de un halo cálido y dulce. Le iba a costar mucho despegarse de él esta vez. Sabía que era para siempre, pero a ella no le gustaba equivocarse.
Tonight's song: Just friends - John Coltrane & Cecil Tayor. Best served with: dejar vagar las yemas de los dedos por el teclado borroneado.