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jueves, septiembre 11, 2003

Del inglés pan (sartén) y cake (torta, pastel) 

A primera vista, una percibe un cilindro beige, no del todo perfecto. Pequeñas protuberancias, producto de la cocción, se adivinan en su superficie porosa, invitante. En los extremos de este cilindro a medias, se aprecian cantos amarronados, costras que se abrazaron a la sartén más tiempo del debido. Y, eventualmente, surge de esa represa la materia que le da su esencia. Pero vayamos por partes.
Para degustarlo, la manera más recomendada es unir los dos extremos y generar una suerte de herradura que se llevará a la boca por sendos dichos extremos al comienzo (es importante seguir cada paso rigurosamente para disfrutar con plenitud de este momento de dicha). Sentirá en los dedos lo naturalmente húmedo de su masa, lo acolchonado de su estructura, lo pesado de su relleno.
Comenzará por sus extremos, saboreando las costras. Crujientes, vacías de relleno pero no por ello exentas de sabor. Suenan en la boca como fuegos artificiales, como pequeñas chispas. Y, como ellas, son sólo el preámbulo, el entretenimiento fútil que el gusto disfruta con gusto antes de pasar a lo importante. La saliva sigue apareciendo, anticipándose al clímax.
Y una hinca el diente y va calculando. El último tarascón debe ser del tamaño apropiado, no hay medias tintas en estos casos. El último implica introducirse el núcleo completo, íntegro. El último es abrir la boca hasta que las comisuras duelan y ahí…
Explosión de sabores, de sensaciones. La boca se cierra y el placer se abre. El dulce, como marea de melaza densa y oscura, inunda el paladar y endulza todo a su paso. El olfato se empalaga, el cerebro se desconecta, la saliva se regodea, se abraza con su amante colonial y ya no queda nada más que…
Hacerse otro panqueque con mucho dulce de leche.

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